CRÓNICA

LAS DOS MIRADAS DEL ÁGUILA: CRÓNICA DE UN VIAJE A MOSCÚ


kremlin

 

We’re closing. Everybody out —ordena la mujer policía. Mientras su brazo derecho apunta hacia la salida, su mano izquierda me “invita” a avanzar.

De gran estatura, robusta y de tez blanca, la agente aeroportuaria no pierde tiempo en argumentaciones. Entretanto dos de sus pares, que visten el mismo uniforme verde, se ocupan de extender bandas amarillas para cerrar el perímetro del dutyfree shop.

Why? —pregunto sin obedecer instintivamente ni moverme de mi lugar. No necesito escuchar la respuesta. Una mirada helada y autoritaria me convence de salir rápidamente sin exigir explicaciones.

En el amplio y tranquilo aeropuerto de Moscú el clima se carga de tensión. La densidad por metro cuadrado aumenta minuto a minuto mientras decenas de agentes de seguridad, uniformados y de civil, nos conducen escaleras abajo en dirección a una gigantesca sala de embarque. Con escasas palabras, alternando el inglés con el ruso y gesticulando con brazos y manos, encaminan a todos los viajeros hacia un único lugar de concentración. Estoy alarmada y sorprendida a la vez. No hay corridas ni gritos ni discusiones. Solo un rumor de lenguas diversas que avanza como un océano, universal y homogéneo. Soy parte de este oleaje tranquilo. Mejor así. Que no se note la aceleración de mi ritmo cardíaco. Nada peor que sembrar el pánico. Además, si nadie se muestra demasiado asustado, será porque no hay razón para estarlo. Me autocontrolo.

Un fluir ordenado y continuo de pasajeros inunda finalmente la sala de embarque, inmensa y traslúcida. Los altoparlantes transmiten el pedido de permanecer en el lugar hasta nuevo aviso, en varios idiomas y sin explicar el motivo. Consigo un asiento al lado del ventanal. Mirando hacia afuera, descubro que los accesos están siendo cortados y los vehículos, desviados. Saco mi celular y verifico la conexión de wifi. En el aeropuerto de la capital rusa mi regreso a Buenos Aires tendrá que esperar.

 

***

 

La Plaza Roja: un conjunto de convivencias impensadas

La caminata desde mi hotel en Moscú hasta la Plaza Roja dura treinta y cinco minutos, según la indicación de Google Maps. “La temperatura llegará hoy a los 36°”, me advierte el conserje, por lo que me visto con ropa liviana y me apuro a salir temprano. Salgo del hotel llevando un buen mapa, la guía Lonely Planet, una botella de agua y la edición impresa del Russia Today para entretenerme durante el almuerzo. Llevo también, en mi memoria, las cuatro palabras que sé pronunciar en ruso —y que no sé leer ni escribir en cirílico—: hola, adiós, por favor y gracias. Bordeo el río Moscova respirando el aire fresco de la mañana. La costanera me conduce directamente hacia mi destino. Me cruzo con apenas unos pocos peatones; la mayoría de ellos caminan tranquilos y elegantes. En cambio, el tránsito vehicular fluye a gran velocidad y genera una suerte de caos. Sonidos de bocinas estridentes, chirridos de frenos y “rugidos” de arranques repentinos parecen ser comunes en las calles moscovitas.

Tras veinticinco minutos de caminata sostenida, sigo el movimiento del río que gira hacia la izquierda y luego vuelve hacia atrás en forma de u. Llego entonces a un punto del recorrido donde la belleza del espectáculo me paraliza: contra el cielo se recortan decenas de cúpulas doradas y de forma acebollada, que reflejan el sol y coronan torres de distintas formas y tamaños. Emergen desde el centro de dos murallas concéntricas: la primera, la del Kremlin, de ladrillos color rojo y con torres distribuidas a distancias regulares; la segunda, una barrera verde de altísimos árboles centenarios.

En el mundo entero todavía se siente el impacto de la tragedia aérea del vuelo MH17 de Malasya Airlines que dejó un saldo de 298 muertos, en su mayoría holandeses. Se especula que el avión caído sobre la conflictiva zona de Ucrania —país que debate su independencia de Rusia— fue intencionalmente derribado por un misil. Estados Unidos arroja indirectas sospechas sobre el presidente ruso, Vladimir Putin, quien a su vez se desliga del suceso. Ucrania se desgarra interiormente y la tensión crece en el plano internacional.

Ya en la Plaza Roja, el espectáculo no es menos imponente. Un rectángulo de unos setenta metros de ancho por trescientos de largo enfrenta arquitecturas estilística e ideológicamente distintas en un dialéctico juego de opuestos. El lugar entero es un conjunto de convivencias impensadas. En frente de mí, en el extremo sur, la iglesia ortodoxa de San Basilio, de estilo absolutamente oriental, se impone con sus cúpulas multicolores. A mi izquierda, hacia el oeste, se encuentra el lujoso edificio de las Tiendas GUM: elegante, clásico y occidental, se enfrenta al mausoleo de Lenin, de estilo abstracto y desornamentado, y a las murallas del Kremlin, que bordean todo el lado este de la plaza. Detrás de mí, el Museo Estatal de la Historia se mimetiza con el rojo de la muralla. En una misteriosa y aparente armonía, coexisten el capitalismo con el marxismo, la  religión con el ateísmo, el occidente con el oriente.

Entrar en la iglesia ortodoxa de San Basilio me genera cierta sorpresa. A la grandiosidad de su volumetría exterior, se opone un interior compartimentado en nueve capillas diseñadas individualmente y que no se integran entre sí. Solo un pasillo estrecho de forma anular hace posible un recorrido por cada uno de los espacios y los conecta parcialmente. Cada capilla es una verdadera joya, rica en pinturas y esculturas de estilo bizantino, en paredes decoradas, en altares bellísimos debajo de cada una de las cúpulas. Construida sobre la tumba del santo del mismo nombre, ya no es un lugar de culto. San Basilio es ahora un museo histórico.

Delante del mausoleo de Lenin se extiende una larga cola. Un cartel en ruso y en inglés avisa que la entrada es gratuita y que el horario de cierre es a las trece. Resignada, me dispongo a esperar un largo rato; pero la fila avanza rápidamente. Al pasar por el control, tengo que dejar la cámara y la mochila. Un sendero obligado entre lápidas de distintas celebridades —como Stalin, Breznev, Chernenko y el astronauta Yuri Gagarin— me lleva hasta la entrada del edificio. Transito un pasillo largo, frío, apenas iluminado y flanqueado por guardias militares, hasta llegar a un recinto de proporciones más amplias. En el centro de este, donde convergen múltiples haces de espectacular luz roja, yace el cuerpo del ideólogo de la Revolución rusa. Debo decir que, a pesar del efecto dramático, la escena no logra conmoverme como pensaba. Incorruptible, perfecto, pero eternamente muerto, se me presenta como un muñeco de cera del museo Madame Tussauds.

Si los 250 metros de fachada de las Tiendas GUM (Glavny Universalny Magazín) ostentan un gran lujo, de su espacio interior no puedo decir menos. Los techos vidriados que permiten la entrada de luz natural, las grandes escaleras de mármol, las fuentes y la gran cantidad de jardines interiores dan como resultado un espacio impactante, donde las marcas más caras del mundo están presentes. Podría pensarse que, en sus orígenes, este edificio fue un palacio. Pero este centro comercial —el más elegante y exclusivo de Rusia— fue pensado desde su inicio como un gran almacén de compras. Durante un tiempo sirvió de mausoleo para los restos de la mujer de Stalin y en 1953 recuperó su función inicial con el nombre actual. El paseo vale la pena, pero deduzco que almorzar en el lugar me resultará totalmente inaccesible.

 

 

La babel de Moscú

Es mediodía. Sobre la Plaza no hay sombra y el calor es intenso. Necesito encontrar un lugar donde descansar y comer algo. Camino hacia el norte y paso por la entrada del Museo Estatal de la Historia: ningún puesto o local gastronómico a la vista. Mi idea es detectar a algún turista que hable español o inglés para pedirle información. Un sinfín de voces provenientes de los lugares más diversos del planeta flota en el aire caliente del centro histórico de la ciudad.

Recién ahora reparo en la gran cantidad de japoneses que circulan en grupos de cuarenta o cincuenta. Megáfono en mano, cada uno de sus guías intenta hacerse oír sin éxito. Los visitantes del Japón avanzan en un clima de alboroto; beben, comen, comentan y se ríen. No es fácil caminar sin tener que detenerme a la espera de la toma de alguna de sus fotos: los japoneses delante de San Basilio, los japoneses a un lado del mausoleo de Lenin, los japoneses que posan por delante de la muralla. En uno de los lugares más turísticos y maravillosos del mundo, los visitantes del Japón son verdaderos protagonistas.

 

Una sorpresa a la vuelta del Kremlin

Contemplando a la gente me distraigo y camino un tramo sin rumbo. Más allá de un cuidado espacio verde (los Jardines de Alejandro) que bordea un lado de la muralla, diviso una marquesina con una inscripción que me es familiar. A pasos del Kremlin, parece extraño encontrar un local de Mc Donald’s, casi un emblema del comercio “imperialista”. Sobre prolijos toldos de color rojo y entre dos de las distintivas emes amarillas, reconozco el nombre de la cadena de comidas rápidas en alfabeto cirílico. El lugar es inmenso y está repleto. La fila para hacer el pedido parece interminable. No hay señal de Internet. Recuerdo que en mi mochila llevo el diario del día y me dispongo a leer.

Sigo las noticias sobre el avión abatido en el este de Ucrania. El Russia Today publica una fotografía de los reyes de Holanda: en la base militar de Hilversum, cerca de Amsterdam, Guillermo y Máxima reciben los restos de las primeras cuarenta víctimas de la tragedia. La noticia da cuenta del dolor que atraviesa al pueblo holandés, que ha perdido a 193 ciudadanos en el supuesto atentado. Siento escalofríos ante esa violencia irracional. Me preocupo vagamente por mi vuelo de regreso, aunque —según me explicó mi agente de viajes— las empresas aéreas evitan volar sobre la zona de conflicto.

Al fin llega mi turno para pedir el almuerzo y estoy frente al mostrador. Pienso que hacerme entender va a ser fácil en un local internacional. Pero ni el inglés ni las cuatro palabras aprendidas en ruso me son útiles. La empleada está apurada e impaciente y no se esfuerza en comprender. Una pareja joven, que también hace fila, se apiada de mi situación y me ofrece ayuda.

Do you need help? —me pregunta ella con una sonrisa.

—Yes, please, I don´t understand a single word. Do you speak Russian?

—Absolutely! What would you like to order?

 

El águila bicéfala

Mis jóvenes “rescatistas”, son de San Petersburgo y están de paseo por Moscú. En minutos los tres estamos afuera buscando una mesa al aire libre y, para mi sorpresa, conversando en español.

Natalia tiene veintiséis años. De buena estatura, bonita, de tez muy blanca y de ojos grandes, verdes y levemente rasgados, su apariencia es la de muchas mujeres moscovitas. A juzgar por su vestimenta, podría decirse que es porteña o londinense o berlinesa. Es estudiante de filosofía en la universidad estatal y trabaja eventualmente como guía de turismo. Por un intercambio cultural, vivió seis meses en una casa de familia en Madrid, donde aprendió un español casi perfecto. Anatoli apenas nos comprende; asiente, sonríe, intercala algún comentario breve. Por gentileza intento retomar el inglés, pero su novia no me sigue: está encantada de poder practicar la lengua que tanto le costó aprender. Anatoli, corpulento, de cabello rubio y algo mayor, la mira con cariño y se abstrae de la conversación.

Natalia cree que el conflicto en Ucrania ha generado en su país un resurgimiento del nacionalismo. Me muestra uno de los folletos turísticos que se encuentran sobre la mesa, en el que se exhibe el escudo de la Federación Rusa, y me cuenta su historia: “El águila bicéfala es el símbolo nacional —dice con orgullo—. Desde el tiempo de los zares siempre ha habido una conciencia de pertenecer tanto al continente europeo como al asiático. Por eso es que las dos cabezas del águila miran hacia lados opuestos: una, hacia el oriente; la otra, hacia el occidente. Sin embargo, sobre estas hay una sola corona, que simboliza la unión política y cultural”. Agrega también que, durante el régimen comunista, la insignia se cambió por la del martillo y la hoz, pero que luego se restituyó el emblema original. Antes de despedirnos me recomiendan comercios accesibles. Anatoli me habla de la calle Arbat y Natalia comenta que en Moscú “lo mejor es comprar en Zara y en H&M”.

 

Un paseo por el Kremlin y la lógica de las mamushkas.

Así como la Casa Blanca es un emblema del Gobierno estadounidense, el Kremlin lo es  del Gobierno de Rusia, en especial desde la época de los sóviets. Sin embargo, la mayoría de los edificios que lo componen —gubernamentales y religiosos— y la muralla que los rodea se construyeron a partir del siglo XIV; albergaron tanto a príncipes, reyes y zares como a funcionarios de la Unión Soviética. Actualmente, Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, tiene su residencia oficial en el Gran Palacio y su sede de gobierno en el Palacio del Senado; ambos se encuentran dentro de este recinto amurallado que, junto con la Plaza Roja, fue declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad.

Después de comprar la entrada y de pasar por el control, me encuentro dentro de aquel esperado lugar que, ya desde el otro lado del Moscova, era un paisaje de ensueño. Las iglesias de cúpulas doradas es lo primero que quiero conocer. Me oriento con el plano que me entregaron en la boletería: dentro de la gran muralla roja se encuentra la otra, la  que forman los árboles; contenida en esta última, está la Plaza de las Catedrales; una vez en la  plaza puedo ingresar en la Catedral de San Miguel que, a su vez, alberga decenas de féretros, en cuyo interior descansan los restos de príncipes y de zares. Inmersa en la lógica espacial de las mamushkas —esas típicas muñequitas rusas que, en una secuencia que tiende al infinito, envuelven otra igual y más pequeña—, esta centenaria fortaleza me seduce en cada instancia y me invita a ingresar en la siguiente.

 

El último zar: historia de amor, de poder y de muerte

A la inversa de lo que sucede en San Basilio, las catedrales del Kremlin son blancas y ascéticas en su exterior; al entrar, el color irrumpe creando un contraste muy conmovedor. Planas, sin perspectiva y a la manera de una piel, las pinturas cubren toda la superficie interior, desde los zócalos hasta las bóvedas y cúpulas donde las imágenes pintadas —la Virgen de Vladymir, San Miguel Arcángel, Cristo Redentor— son los puntos culminantes. Las aberturas son escasas y pequeñas; imagino que las bajas temperaturas del invierno, sumadas a la idea de fortaleza de estos edificios que albergaron a las más altas autoridades rusas, también habrán colaborado en la creación de este espacio, casi totalmente privado de la luz del día.

Gigantescas y trabajadas arañas de bronce iluminan el interior de la Catedral de la Anunciación, donde zares y zarinas fueron investidos de poder a través de los siglos. En este lugar lleno de historia, puedo remontarme a 1894, cuando Nicolás II fue coronado junto a su esposa Alejandra, con quien se había casado por amor en contra de la voluntad imperial. Por detrás del iconostasio, que separa el altar del resto de la nave, se encuentra un lugar reservado para las máximas autoridades y los sacerdotes, vedado a las mujeres y, aún hoy, al público en general. Allí, Nicolás II —de quien se dice que no quería asumir el poder— se retiró a orar en soledad el día de su coronación. Ignorantes de su trágico destino, salieron, por la misma puerta que ahora atravieso, los últimos zares de la historia de Rusia. En 1917 Lenin ordenaría asesinar a ambos, junto a sus cinco hijos, en un sótano de San Petersburgo.

En la década de los ochenta, historiadores y científicos encontraron sus restos en una fosa común. Más tarde se los ubicó en mausoleos dentro la Fortaleza de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo, con lo cual se les restituyó su dignidad imperial.

 

Tesis, antítesis y síntesis

A unos pasos de la residencia presidencial, lujosa y de estilo barroco, se levanta el Palacio del Senado. Si bien ambas construcciones son monumentales, esta última me impresiona por la pureza de sus formas. Su inmensa columnata de mármol blanco, como la de un templo griego transculturado a los años sesenta, materializa en cierto modo la ideología de la Revolución. Rompe con todos los símbolos de lo occidental y cristiano, se opone a la historia precedente y se remonta a los más abstracto e intelectual. Sin embargo, por detrás de las columnas, una superficie vidriada espeja, integra y se funde con la arquitectura a la que pretende desafiar. En el punto medio del remate —un arquitrabe horizontal y rectilíneo— se posa el águila bicéfala del escudo nacional, testigo silenciosa de la síntesis histórica.

 

La “calle Florida” de Moscú

A veinte minutos de caminata hacia el sudoeste se encuentra la calle Arbat. Podría decir que esta peatonal es para Moscú lo que la calle Florida es para Buenos Aires. A través de sus clásicas fachadas, el comercio moscovita sale al encuentro de turistas y de habitantes locales. Músicos, pintores, escultores, artesanos, pequeñas representaciones teatrales logran que el paseo sea animado y pintoresco.

Mi regreso a Buenos Aires esta próximo y me obsesionan dos encargos de mis hijos: una mamushka y la camiseta de la selección rusa del último mundial. Conseguir el primero parece lo más sencillo. Después de varias cuadras de recorrido, llego a la conclusión de que no hay comercios que no vendan estas tradicionales muñecas. De variedades infinitas, esta artesanía es el souvenir por excelencia. La diversidad es tal que decidirse por una se convierte en el verdadero problema. Después de un rato de indecisión, me encuentro otra vez en la Arbat con una bolsa de papel madera que contiene una docena de mamushkas distintas.

Conseguir la camiseta del seleccionado ruso es un poco más complejo. Con la ayuda de algunos transeúntes locales —los jóvenes, orgullosos de hablar otras lenguas, son los que se muestran más dispuestos a ayudar—, ya la tengo en mis manos. Sobre un fondo color granate, resalta en dorado el ave de las dos cabezas.

***

Me encuentro en el Aeropuerto Internacional de Domodédovo en Moscú, último destino de un viaje que incluyó una visita a Londres y a Berlín. Ya está hecho el check-in y espero en la sala de embarque.

No falta mucho para embarcar. Me pongo al tanto de las noticias con mi celular: “El Ejército ruso sumó 20000 soldados en la frontera oriental de Ucrania —anuncia uno de los títulos de la página principal de La Nación y sigue—: Vladimir Putin lanzó una guerra comercial contra Europa y contra EE.UU.”. El panorama mundial no parece resolverse, y el hecho de volar me inspira un leve temor. Camino y miro vidrieras para distraerme. Un paseo por el duty-free shop siempre resulta relajante. Inmerso en una exquisita mezcla de fragancias, este es el lugar ideal para pasar el tiempo de espera y relajarse. Sin embargo, este clima, como la quietud que precede a la tormenta, se quiebra de pronto:

We’re closing. Everybody out —ordena una mujer policía.

 

***

 

Sentada junto al gran ventanal, saco mi celular y verifico la conexión de wifi. La buena noticia es que no se ha perdido la conexión. Me entero por Twitter de que, en el Aeropuerto Internacional Púlkovo de San Petersburgo y también en el Domodédovo de Moscú, se han recibido amenazas de bomba.

Hay preocupación, pero no pánico. Converso con una pareja de españoles que regresan a Madrid después de un viaje de negocios. Me comentan que días atrás ha habido una falsa amenaza y que la evacuación ha sido total. Hablamos de la situación internacional y coincidimos en que esta situación se vincula con el tema de Ucrania. Por segunda vez nos ordenan movernos a otra gran sala. Parece que el registro se hace por sectores.

Definitivamente, esta ciudad ha sido la más apasionante de mi itinerario de viaje. No solo me ha asombrado su belleza edilicia y artística, sino también este pueblo que logra convivir con las memorias de todas las etapas de su historia. Memorias de dolor, de opresión y de sangre derramada. Memorias de esplendor imperial y de extrema pobreza campesina. Memorias de revolución y de libertades robadas. Memorias que se veneran en tumbas de ideologías opuestas. Memorias: heridas que no quedan enterradas, sino que emergen a la luz y por esta razón quizás logren sanarse.

Después de varias horas de espera, la incertidumbre ha llegado a su fin. No existe la bomba, la amenaza desaparece y el tránsito aéreo puede volver a la normalidad. Antes de embarcar puedo contemplar, dibujado sobre la superficie blanca de un avión sobre la pista, el pájaro de las dos cabezas que miran en direcciones opuestas. De un modo secreto y presente, oculto y manifiesto, extraño y agradable, la imagen de esta singular ave me ha acompañado durante toda mi estadía en esta tierra. Como un símbolo viviente y dinámico, sus alas tendidas hacia uno y otro lado cobijarán para siempre mis recuerdos e impresiones de Moscú. Ahora las alas se distienden, reposan, vuelven a elevarse y se disponen a volar.

 

escudo rusia